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El Placer Armado – Alfredo M. Bonanno (1)

En parís, 1848, la revolución fue una fiesta sin un principio o final. – Bakunin


Prólogo a la edición inglesa de 1993

Este libro se escribió en 1997 al mismo tiempo en que tenían lugar en Italia luchas revolucionarias, y aquella situación, ahora profundamente distinta, debería tenerse en cuenta al leerlo hoy.

El movimiento revolucionario, incluyendo el anarquista, estaba en una fase de desarrollo y todo parecía posible, incluso una generalización del conflicto armado.

Pero era necesario protegerse del peligro de especialización y militarilización que una restringida minoría de militantes intentaban imponer a decenas de miles de compañeros que estaban luchando con todos los medios posibles contra la represión y contra los intentos del Estado –más bien débil a decir verdad- de reorganizar la gestión del capital.

Esa era la situación en Italia, pero algo similar estaba teniendo lugar en Alemania, Francia, Reino Unido y otros sitios.

Parecía esencial impedir que las muchas acciones llevadas a cabo cada día por los compañeros contra los hombres y las estructuras de poder, fueran arrastradas hacia la lógica planeada de un partido armado como las Brigadas Rojas en Italia.

Este es el espíritu del libro. Mostrar cómo una práctica de liberación y destrucción puede irrumpir una placentera lógica de lucha, en vez de una mortal rigidez esquemática dentro de los cánones preestablecidos de un grupo dirigente.

Algunos de estos problemas ya no existen. Han sido resueltos por las duras lecciones de la historia. El derrumbe del socialismo real de repente redimensionó para bien las ambiciones de los dirigentes de los marxistas de cualquier tendencia. Por otra parte, no se ha extinguido, sino posiblemente avivado, el deseo de libertad y comunismo anarquista que se está propagando por doquier, especialmente entre las generaciones jóvenes, en muchos casos sin recurrir a los simbolismos tradicionales del anarquismo, sus slogans y teorías también consideradas con un comprensible pero no compartible rechazo visceral.

Este libro ha recobrado vigencia, pero de una manera diferente. No como crítica a la pesada estructura monopolizante que ya no existe, sino porque puede hacer notar las potentes capacidades del individuo en su camino, con placer, hacia la destrucción de todo lo que le oprime y le regula.

Antes de terminar debería mencionar que se ordenó la destrucción de este libro en Italia. El tribunal supremo italiano ordenó que se quemara. Todas las librerías que tenían una copia, recibieron una circular del Ministerio de Interior ordenando su incineración. Más de un librero se negó a quemar el libro, considerando tal práctica equivalente a la de los nazis o la inquisición, pero por ley el volumen no se puede consultar.

Por la misma razón el libro no se puede distribuir legalmente en Italia y a muchos compañeros que tenían copias se las confiscaron durante una vasta oleada de redadas, llevadas a cabo con ese propósito.

Fui sentenciado a 18 meses de prisión por escribir este libro.

Alfredo M. Bonnano

Catania, 14 de julio 1993

El Placer Armado

En parís, 1848, la revolución fue una fiesta sin un principio o final.

Bakunin

I

¿Por qué diablos estos benditos muchachos disparan a Montanelli en las piernas? ¿No habría sido mejor haberle disparado en la boca?

Por supuesto que sí. Pero además habría sido más grave. Más vengativo y sombrío. Dejar coja a una bestia como esa, puede tener un lado más significativo, más profundo, que va más allá de la venganza, del castigo por la responsabilidad de Montanelli, periodista fascista y siervo de los amos.

Lisiarle significa obligarle a claudicar, hacerle recordar. Por otra parte, es una diversión más agradable que dispararle en la boca, con pedazos de cerebro saliendo a chorros por los ojos.

El compañero que cada mañana e levanta para ir a trabajar, que se pone en camino en la niebla y camina hacia la sofocante atmósfera de la fábrica, o la oficina, para volver a ver las mismas caras: el capataz, el cronometrador, el espía de turno, el estakhanovista-con-siente-niños-que-mantener, siente la necesidad de revolución, de lucha y de choque físico, incluso mortal. Pero además siente que todo esto le debe aportar algo de placer ahora, no después. Y nutre este placer con sus fantasías, mientras camina cabizbajo en la niebla, mientras pasa horas en trenes o tranvías, mientras se ahoga bajo las inútiles prácticas de la oficina o ante los inútiles tornillos que sirven para mantener los inútiles mecanismos del capital juntos.

El placer remunerado, fines de semana libres o vacaciones pagadas por el jefe, es como pagar para hacer el amor. Parece lo mismo, pero hay algo que falla.

Cientos de discursos se apilan en libros, panfletos y periódicos revolucionarios. Es necesario hacer esto, es preciso hacer aquello, hay que ver las cosas así, como dijo éste o como dijo aquél, porque ellos son los verdaderos intérpretes de estos o aquellos del pasado, estos en letras mayúsculas que llenan los sofocantes volúmenes de los clásicos.

También es necesario tener estos a mano. Forma parte de la liturgia. El no tenerlos podría ser un mal signo, sería sospechoso. De acuerdo que tenerlos a mano puede ser útil, siendo volúmenes pesados siempre se pueden usar para tirárselos a la cara a algún pelmazo. No una nueva, pero no obstante una agradable confirmación de la validez de los textos revolucionarios del pasado (y del presente).

Nunca hay nada sobre el placer de estos tomos. La austeridad del claustro no tiene nada que envidiar de la atmósfera que uno respira en sus páginas. Sus autores, sacerdotes de la revolución de la venganza y el castigo, pasan su tiempo pesando y contabilizando culpas y penas.

Por otra parte, estos vestales en vaqueros han hecho voto de castidad, por tanto lo esperan y lo imponen. Quieren ser recompensados por su sacrificio. Primero abandonaron los cómodos ambientes de su clase de origen, después pusieron su capacidad al servicio de los desheredados, después se han acostumbrado a utilizar un lenguaje que no es el suyo y a soportar sábanas sucias y camas sin hacer. Por tanto, que les escuchen, al menos.

Sueñan con revoluciones ordenadas, principios pulcramente elaborados, anarquía sin turbulencias. Cuando la realidad toma un giro diferente empiezan a gritar “provocación”, vociferando hasta hacerse escuchar por la policía.

Los revolucionarios son gente devota. La revolución no.

Llamo a un gato un gato

Boileau

II

Todos estamos preocupados con el problema revolucionario de cómo y qué producir, pero nadie habla del producir como problema revolucionario.

Si la producción es la base de la explotación capitalista, cambiar el modo de producción significa cambiar el modo de explotación, no eliminarla.

Un gato, aunque lo pintes de rojo, es siempre un gato.

El productor es sagrado. No se toca. Santifica, mejor, su sacrificio, en nombre de la revolución, y el juego está hecho.

¿Y qué comeremos?, se preguntan los más preocupados. Pan y estopa, responden los realistas simplificadores, con un ojo en la olla y otro en el fusil. Ideas, responden los chapuceros idealistas, con un ojo en el libro de los sueños y otro en el género humano.

Cualquiera que toca la productividad muere.

El capitalismo y aquellos que luchan contra él, se sientan el uno junto al otro sobre el cadáver del productor, con tal de que el mundo de la producción continúe.

La crítica de la economía política es una racionalización del modo de producción con el mínimo esfuerzo (de aquellos que disfrutan de los beneficios de la producción). El resto, aquellos que sufren la explotación, deben tener cuidado de que nada falte. Si no, ¿cómo viviríamos?

Cuando sale a la luz, el hijo de la oscuridad no ve nada, como cuando andaba a tientas en la oscuridad. El placer le ciega. Le mata. Así que dice que es una alucinación y lo condena.

Los burgueses, panzudos y mantecosos, gozan de su opulento no hacer nada. Gozar es, por tanto, pecaminoso. Eso significa compartir los mismos estímulos que la burguesía y traicionar a los del proletario productor.

No es verdad. Lo burgueses hacen enormes esfuerzos para mantener el proceso de explotación en marcha. También ellos están estresados y nunca encuentran tiempo para el placer. Sus cruceros son ocasiones para nuevas inversiones, sus amantes son quintas columnas para conseguir información de la competencia.

La diosa productividad mata incluso a sus humildes servidores. Arranca sus cabezas, nada más que saldrá un diluvio de inmundicia.

El hambriento desgraciado abriga sentimientos de venganza cuando ve al rico rodeado de sus siervos. Destruir al enemigo antes que nada. Pero que el botín se salve. La riqueza no se debe destruir, se debe utilizar. No importa lo que sea, qué forma o qué perspectivas de empleo permita. Lo que cuenta es arrancársela al que actualmente la detenta, para disponer todos libremente de ella.

¿Todos? Por supuesto, todos.

¿Y cómo ocurrirá esto?

Con la violencia revolucionaria.

Bonita respuesta. Pero, en concreto, ¿qué haremos después de haber cortado tantas cabezas que nos aburramos? ¿Qué haremos cuando no encontremos más patrones aunque los busquemos con linterna?

Entonces será el reino de la revolución. A cada cual según sus necesidades, de cada cual según sus posibilidades.

Presta atención, compañero. Aquí huele a contabilidad. Se habla de consumo y producción. Seguimos en la dimensión de la productividad. La aritmética hace que nos sintamos seguros. Dos y dos son cuatro. Nadie podrá desmentir esta “verdad”. Los números gobiernan el mundo. Si lo han hecho desde siempre ¿por qué no deberían hacerlo por siempre?

Todos necesitamos algo sólido y duro. Piedras sobre las que construir un muro contra los impulsos que empiezan a ahogarnos. Todos necesitamos objetividad. El patrón jura por su cartera, el campesino por su arado, el revolucionario por su pistola. Abre un respiradero crítico y todo el andamiaje objetivo caerá.

En su pesada objetividad, el mundo cotidiano nos condiciona y nos reproduce. Todos somos hijos de la banalidad diaria. Incluso cuando hablamos de “cosas importantes” como la revolución, nuestros ojos están todavía pegados al calendario. El patrón teme la revolución porque le privaría de su riqueza, el campesino hará la revolución para conseguir un pedazo de tierra, el revolucionario para verificar su teoría.

Si se ve el problema en estos términos, no hay diferencia entre cartera, tierra y teoría revolucionaria. Estos objetos son puramente imaginarios, espejos de la ilusión humana.

Sólo la lucha es real.

Distingue al patrón del campesino y establece la alianza entre éste y el revolucionario.

Las formas organizativas de la producción de objetos son los vehículos ideológicos que cubren la sustancial ilusión de la identidad individual. Esta identidad viene proyectada en la imaginación económica del valor. Un código establece su interpretación. Algunos elementos de este código están en manos de los patronos, como hemos aprendido con el consumismo. También la tecnología de la guerra psicológica y la represión total son elementos de una interpretación del ser hombres a condición de ser productores.

Otros elementos del código están disponibles para un uso modificativo. No revolucionario, sino simplemente modificativo. Pensemos, por ejemplo, en el consumismo de masa que ha sustituido al consumismo de lujo en los últimos años.

Pero luego hay otras formas más refinadas, El control autogestionado de la producción es otro elemento del código de la explotación.

Y así sucesivamente. Si a alguien se le ocurre organizarme la vida, nunca podrá ser mi compañero. Si intentan justificar esto con la excusa de que alguien debe “producir” o todos perderemos nuestra identidad de seres humanos y seremos vencidos por la “salvaje naturaleza”, contestamos que la relación hombre-naturaleza es un producto de la burguesía marxista iluminada. ¿Por qué quieren convertir una espada en una horca1? ¿Por qué el hombre debe siempre procurar distinguirse de la naturaleza?

Los hombres, si no alcanzan lo que es necesario, se fatigan por lo que es inútil.

Goethe

III

El hombre necesita muchas cosas.

Esta afirmación se interpreta normalmente en el sentido de que el hombre tiene necesidades, y que está obligado a satisfacerlas.

Se tiene, de este modo, la transformación del hombre de una unidad bien precisa históricamente en una dualidad (medio y fin al mismo tiempo). En efecto, se realiza en la satisfacción de sus necesidades (es decir en el trabajo) y es, por tanto, el instrumento de su propia realización.

Cualquiera puede ver cuánta mitología se oculta en estas afirmaciones. Si el hombre no se diferencia de la naturaleza sin el trabajo, ¿cómo puede realizarse en la satisfacción de sus necesidades? Para hacer esto debería ser ya hombre, por tanto debería haber satisfecho sus necesidades, por tanto no debería tener necesidad de trabajar.

La mercancía construye por sí misma la profunda utilidad del símbolo. Se convierte así en punto de referencia, en unidad de medida, en valor de cambio. Empieza el espectáculo. Se asignan los papeles. Se reproducen. Hasta el infinito. Sin modificaciones dignas de mención, los actores se empeñan en recitar.

La satisfacción de las necesidades se convierte en efecto reflejo, marginal. Lo más importante es la transformación del hombre en “cosa” y con el hombre todo lo demás. La naturaleza se convierte en “cosa”. Usada, es corrompida y los instintos vitrales del hombre junto con ella. Un abismo se abre entre el hombre y la naturaleza, que se debe rellenar. La expansión del mercado mercantil se encarga de eso. El espectáculo se expande hasta el punto de devorarse a sí mismo junto a sus contradicciones. El escenario y el público entran en una misma dimensión, proponiéndose a un nivel superior, más amplio, del espectáculo mismo, y así hasta el infinito.

Quienes escapan al código mercantil no reciben su objetivización y caen “fuera” del área real del espectáculo. A estos se les señala. Están rodeados por alambres de espino. Si no aceptan la propuesta de englobarlos, si rechazan un nuevo nivel de codificación, se los criminaliza.

Su “locura” es evidente. No está permitido negar lo ilusorio en un mundo que ha basado la realidad en ilusión, lo concreto en lo ficticio.

El capital gestiona el espectáculo sobre la base de las leyes de la acumulación. Pero nada se puede acumular indefinidamente. Ni siquiera el capital. Un proceso cuantitativo absoluto es una ilusión, una ilusión cuantitativa. Los amos entienden esto perfectamente. La explotación adopta formas y modelos ideológicos, precisamente para garantizar, de un modo cualitativamente diferente, esta acumulación, ya que no puede continuar indefinidamente en el aspecto cuantitativo.

El hecho de que el proceso entero sea paradójico e ilusorio es algo que no le importa mucho al capital, porque es precisamente él quien lleva las riendas y fija las reglas. Si tiene que vender ilusión por realidad y eso hace dinero, entonces vamos a seguir sin hacer demasiadas preguntas. Son los explotados los que pagan la cuenta. Así que depende de ellos advertir la ilusión y preocuparse d reconocer la realidad. Para el capital las cosas están bien como están, aunque estés basadas en el mayor espectáculo del mundo.

Los explotados casi sienten nostalgia por esta ilusión. Han crecido acostumbrados a sus cadenas y se han aficionado. De vez en cuando sueñan con sublevaciones fascinantes y baños de sangre, pero luego se dejan engañar por los discursos de los nuevos líderes políticos. El partido revolucionario extiende la perspectiva ilusoria del capital a horizontes que nunca podría alcanzar por sí mismo.

Y entonces la ilusión cuantitativa hace estragos.

Los explotados se unen, se cuentan, se suman, escriben sus conclusiones. Los fieros slogans hacen que los corazones burgueses se estremezcan. Cuanto mayor sea el número más se pavonearán arrogadamente los líderes y más exigentes se convertirán. Elaboran programas de conquista. El nuevo poder se prepara para extenderse sobre los despojos del viejo. El alma de Bonaparte sonríe satisfecha.

Por supuesto, se programan cambios profundos en el código de las ilusiones. Pero todo se tiene que someter al símbolo de la acumulación cuantitativa. Crecen las fuerzas militantes, por tanto las pretensiones de la revolución. De la misma manera, la tasa de las ganancias sociales que está tomando el lugar de las ganancias privadas debe crecer. Así el capital entra en una nueva fase ilusoria y espectacular. Las viejas necesidades atacan bajo nuevas etiquetas. La diosa productividad sigue dominando sin rivales.

Qué bonito es contarnos. Hace que nos creamos fuerte. Los sindicatos se cuentan. Los partidos se cuentan. Los amos se cuentan. Contémonos también nosotros. El corro de la patata.

Y cuando paremos de contarnos intentemos dejar las cosas como estaban. Si el cambio es necesario, hagámoslo sin molestar a nadie. Se penetra muy fácilmente en los fantasmas.

La política reaparece periódicamente. A menudo el capital encuentra soluciones geniales. Entonces la paz social nos golpea. El silencio del cementerio. La ilusión se generaliza de un modo tal que el espectáculo absorbe casi todas las fuerzas posibles. Todo enmudece. Después se releen los defectos y la monotonía de la puesta en escena. La cortina se levanta en situaciones imprevistas. La máquina capitalista acusa los golpes. Entonces redescubrimos el empeño revolucionario. Ocurrió en el sesenta y ocho. Todo el mundo con los ojos desorbitados. Todos ferocísimos. Octavillas por todas partes. Montañas de octavillas y panfletos y papeles y libros. Viejos matices ideológicos alineados como soldaditos de plomo. También los anarquistas se redescubrieron a sí mismos. Y lo hicieron históricamente, de acuerdo con las necesidades del momento. Todos torpes. Los anarquistas también, torpes. Algunas personas se despertaron de su espectacular sueño, y buscando alrededor espacio y aire que respirar, viendo a los anarquistas dijeron: ¡por fin! aquí están con los que quiero estar. Poco después se dieron cuenta de su estupidez. Tampoco en esa dirección las cosas fueron como habrían debido ir. Allí también: estupidez y espectáculo. Y entonces alguno huía. Se encerraba en sí mismo. Se apeaba. Aceptaba el juego del capital. Y si no aceptaba era desterrado, incluso por los anarquistas.

La máquina del 68 produjo los mejores sirvientes civiles del nuevo Estado tecnoburocrático. Pero además también produjo sus anticuerpos. Los procesos de la ilusión cuantitativa se hicieron visibles. Por una parte recibieron nueva linfa para construir una nueva visión del espectáculo mercantil. Por otra sufrieron resquebrajaduras.

Se ha vuelto evidente la inutilidad de la confrontación al nivel de producción. Tomad las fábricas, y los campos, y las escuelas, y los barrios, y autogestionadlos, decían los viejos anarquistas. Destruyamos el poder en toda sus formas, añadían justo después. Pero sin penetrar más a fondo, no mostraban la verdadera realidad de la lacra. Aunque conscientes de su gravedad y su extensión, prefirieron ignorarla, poniendo sus esperanzas en la espontaneidad creadora de la revolución. Sólo que querían esperar los resultados de esta espontaneidad con las manos sobre los medios de producción. Ocurra lo que ocurra, sea cual fuere la forma creativa que tome la revolución, debemos tener los medios de producción. Y para hacer eso empezaron a aceptar todo tipo de compromisos. Para no alejarse demasiado del lugar de decisiones espectaculares terminaron creando otra forma de espectáculo, algunas veces incluso más macabro.

La ilusión espectacular tiene sus reglas. Quien quiera gestionarla tiene que someterse a ellas. Debe conocerlas, imponerlas y jurar sobre ellas. Quien no produce no es un hombre, la revolución no es para él. ¿Por qué deberíamos tolerar parásitos? ¿Deberíamos ir a trabajar en su lugar quizás? ¿Deberíamos asegurar su supervivencia? Además, ¿toda esa gente sin ideas claras y con pretensión de hacer lo que les apetezca, no resultaría ser “objetivamente” útiles a la contrarrevolución? Por tanto será mejor atacarles inmediatamente. Sabemos quienes son nuestros aliados, de qué lado queremos ponernos. Si queremos dar miedo, entonces vamos a hacerlo juntos, organizados y en perfecto orden, y que nadie ponga los pies en la mesa o se baje los pantalones.

Organicemos nuestras organizaciones específicas. Formemos militantes que conozcan perfectamente las técnicas de lucha en los sectores de producción. Sólo los que produzcan harán la revolución, y nosotros estaremos allí para impedir que hagan bobadas.

No, no todo está equivocado. ¿De qué modo podríamos impedirles hacer bobadas? En el plano del espectáculo ilusorio de la organización hay algunos que son capaces de hacer más ruido que nosotros. Y tienen aliento de sobra. Lucha en el lugar de trabajo. Lucha por la defensa del empleo. Lucha por la producción.

¿Cuándo romperemos el cerco? ¿Cuándo pararemos de perseguirnos el rabo?

El hombre deforme siempre encuentra espejos que le hacen bello.

De Sade

1: Horca: palo que remata en dos o más puntas, muy utilizado en las faenas agrícolas. No la horca del ahorcado.